Ficha del objeto

 
 

El libro en blanco se recibe por correo. No tiene instrucciones ni remitente. Y la persona que lo recibe no sabe por qué lo recibe. Pero cambia su vida por completo. 

El receptor del libro en blanco —el portador— no tiene por qué saber qué es el objeto en sí. De hecho, la gran mayoría de los portadores lo confunden con una libreta o con un objeto de propaganda. Algunos incluso lo tiran a la basura, pero el libro en blanco se las arregla para volver a ellos, a cumplir la misión que tiene preestablecida. No se puede regalar ni tirar. Siempre vuelve a su propietario, hasta que el mismo libro decida seguir su camino. Es irrompible. No se consume en el fuego y, si intentas destruirlo, queda tan intacto como si nada hubiera sucedido. Se dice incluso que perteneció a Darwin y que este lo perdió al fin en uno de sus viajes. 

No funciona igual para todos. El libro en blanco es un espejo que recoge aquellas cosas que no hemos podido cumplir. Y ayuda a llevarlas a cabo. Pero también tiene un lado negativo. Y es que como todo libro en blanco exige tiempo y esfuerzo. 

Nadie sabe de dónde sale. Quién fue el primer portador del libro en blanco. Aunque si indagas en la Historia puedes llegar a un artesano en la Granada del siglo XIX, famoso por los extraños artículos que fabricaba. 

También hay crónicas que relacionan el libro en blanco con la biblioteca del Monasterio de Sales. Hay un escrito datado a principios del siglo XX que afirma que la experiencia con el libro en blanco «es sumamente desagradable» y hace un resumen parcamente documentado de lo que parece ser un viaje astral. 

Perolos monjes del Monasterio de Sales guardan celosamente sus secretos frnte a los intrusos del mundo exterior porque piensan que la escritura y la lectura deben pertenecer solo a mentes preclaras. Así que si alguien les pregunta por el libro en blanco, negarán saber nada al respecto y seguirán con sus quehaceres sin hacer caso del preguntón. 

 

Relato

 
 
 

RARA

 Laura no se había considerado rara hasta que no escuchó una conversación en la que la llamaban así. Esa era la palabra que habían usado. Rara. Y cuando lo oyó pensó que era genial, que «agradable» sonaba mucho más aburrido. O «dulce». O «mona». Prefería ser rara. 

Estaba en la tienda esperando para comprar los dulces favoritos de su madre: los asquerosos caramelos de violetas que sabían a medicina. Los había probado una vez y terminó escupiéndolos. Su madre la había regañado: «¡Laura María!». Siempre la llamaba por el nombre completo cuando quería pelearla.  Mientras esperaba en la cola, escuchó a aquellos chicos hablar de ella. Iban a su colegio. Pepe algo, Javier Medina y un tercero que no conocía. 

—Laura es rara —dijo este último. 

Y ella se preguntó cómo lo sabía si no habían hablado nunca. Los otros dos se rieron y estuvieron de acuerdo. Se escondió como pudo detrás del hombre que la separaba de ellos para que no la vieran y espero a que salieran de la tienda. 

Le hubiera gustado tener la valentía suficiente como para preguntarle al chico del que no sabía el nombre a qué se refería exactamente con lo de rara. 

—Pensé que no te gustaba el chocolate negro —escuchó que le decía Javier al desconocido. 

—Bueno, es como las verduras. A veces las odias y otras…

—Mira que eres raro —se rió Pepe. 

Laura sacó de la mochila su libro en blanco. Lo había recibido por correo aquella mañana sin remitente. Menos mal que su madre no había visto el paquete porque estaba segura de que no le hubiera dejado quedárselo. 

Abrió la primera página y escribió: «soy rara». Si a su madre no le gustaba que fuera rara, era una lástima, pero por primera vez se sintió definida y a gusto. 

Decidió descubrir el nombre del chico que le había bautizado con aquella cualidad que era como la de la verdura, para escribirlo también en el libro. 

Podían ser raros juntos.